Espacios con Alma por Gabriela Fontán | Instagram @gindujour

La magia de un hogar que se adapta a cada capítulo de la vida.
Todos soñamos con encontrarlo, pero rara vez pensamos en lo que realmente significa. No es solo el lugar donde imaginamos pasar el resto de nuestra vida, ni una casa congelada en el tiempo. Un forever home —un hogar para siempre— es aquel que sabe transformarse con nosotros: que crece, se adapta y aprende a acompañar cada capítulo de nuestra historia. Esa es la diferencia entre una casa que se ve perfecta y una casa que se vive.
En su libro Home at Last, el arquitecto Gil Schafer cuenta cómo su manera de diseñar cambió al casarse a los 57 años y convertirse en padrastro de adolescentes. Después de toda una vida creando casas impecables, fue entonces cuando comprendió que la verdadera belleza de un hogar está en permitir que se llene de vida, con todo lo que eso implica. Él lo llama el glorioso desorden del día a día. Porque un hogar no es una suite de hotel: necesita un poco de humor, de espontaneidad, de alma.
Una casa para siempre hace espacio para todos los impulsos opuestos: lo práctico y lo poético, la estructura y la fantasía, la rutina y el juego. Es un lugar que se adapta a la evolución de la vida. No teme al cambio; lo acoge. La cualidad más indispensable de un hogar duradero es que acompaña nuestras transiciones. Cambian los horarios, los vínculos, los rituales cotidianos… y la casa, de alguna manera, aprende a moldearse a ellos.
Schafer también recuerda que, en los huesos de una casa, los gimmicks —esas modas pasajeras o trucos vistosos— deben evitarse. Pero eso no significa eliminar el encanto o la fantasía; todo lo contrario: un forever home necesita magia. El truco no está en decorar, sino en habitar con imaginación.
Remodelar no es solo construir muros nuevos o cambiar superficies.
A veces es redescubrir el uso de un cuarto olvidado, mover una silla para que reciba el sol de la tarde, o abrir un comedor que solo usábamos en fiestas y convertirlo en el centro diario de la vida familiar. Es, en fin, aprovechar cada rincón. ¿Para qué tener un comedor si siempre terminamos comiendo en la cocina o frente a una pantalla? ¿Para qué una sala formal si nadie se sienta allí?

Rediseñar un espacio muchas veces es volver a vivirlo: darle un nuevo uso, una nueva intención, un nuevo ritmo.
Renovar y adaptar un hogar para que acompañe la etapa de vida que viene no es solo un acto físico —pintar paredes, mover muebles o renovar una cocina—, sino también un acto emocional: cambiar la manera en que habitualmente vivimos en nuestros espacios. Podemos tener la sala más bonita, la vajilla más especial, los cojines más cuidadosamente seleccionados… pero si nunca nos sentamos en ese sofá, si nunca encendemos las velas, si nunca usamos el comedor salvo en Navidad, ¿realmente estamos viviendo nuestra casa?
En mi caso, vivo en un estudio pequeño en Manhattan, donde cada metro cuadrado cuenta. Cada rincón ha sido pensado para tener vida: para leer, crear, descansar, compartir. No hay espacios de sobra. Y eso me ha enseñado que, incluso en los metros más reducidos, puede existir un hogar para siempre, si se vive plenamente.
La remodelación más significativa que he hecho últimamente no ha sido con martillo ni brocha. Ha sido con mis hábitos, mis rituales y, sobre todo, con mi forma de habitarlo. Porque, al final del día, un forever home no es solo el que nos resguarda físicamente, sino el que respira con nosotros: se expande en nuestras temporadas de crecimiento, se repliega en los inviernos más quietos y siempre vuelve a abrirse para recibir la vida que está por llegar.